Toda
la Iglesia debe acoger cada día la invitación persuasiva y exigente de Jesús,
que nos pide que “roguemos al dueño de la mies que envíe obreros a su
mies” (Mt. 9, 3 8). Obedeciendo al mandato de Cristo, la Iglesia
hace, antes que nada, una humilde profesión de fe, pues al rogar por las
vocaciones (mientras toma conciencia de su gran urgencia para su vida y misión)
reconoce que son un don de Dios y como tal, hay que pedirlo con súplica
incesante y confiada.
Es
necesaria una predicación directa sobre el misterio de la vocación en la
Iglesia, sobre el valor del sacerdocio, de la vocación religiosa, y de la
vocación laical; sobre su urgente necesidad para el pueblo de Dios.
Una
catequesis orgánica y difundida a todos los niveles en la Iglesia, además de
disipar dudas y contrastar ideas desviadas sobre las vocaciones, y en especial
sobre la vocación sacerdotal, abre los corazones de los creyentes a la espera
del don y crea condiciones favorables para el nacimiento de nuevas vocaciones.
Ha llegado el tiempo de hablar valientemente de las vocaciones de especial
consagración, como de un valor inestimable y una forma espléndida y
privilegiada de vida cristiana.
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